Subir el Col de la Madeleine por la vertiente de Notre Dame de Briançon es enfrentarse a uno de esos colosos que justifican, por sí solos, un viaje ciclista a los Alpes. La carretera arranca cruzando el puente sobre el río Isère y, casi sin transición, se encarama hacia la montaña con la señal inequívoca de lo que nos espera: más de 25 kilómetros de ascensión prácticamente ininterrumpida y cerca de 1.600 metros de desnivel positivo que nos obligan a tomarnos la subida con calma, paciencia y mucha cabeza.
Aunque esta vertiente no es la calificada habitualmente como la “dura” —esa fama se la lleva la vertiente de La Chambre—, estamos ante un puerto muy serio y exigente, que conviene dividir mentalmente en varias fases para gestionarlo bien. El inicio es especialmente selectivo: los primeros kilómetros encadenan rampas por encima del 10%, con herraduras muy bonitas pero que ya nos dejan claro el tono de la jornada. Veremos varios tramos puntuales al 11% y hasta al 14%, donde los desarrollos más suaves de la bicicleta se convierten en nuestros mejores aliados y la gestión de las sombras al borde de la carretera pasa a ser una pequeña obsesión.
En esta parte baja, la pendiente elevada se ve parcialmente compensada por las curvas de herradura y algunos pequeños descansos. Entre árboles y con algo de sombra, el puerto se hace entretenido, pero no por ello menos exigente. Es un inicio que castiga si lo afrontamos con demasiada alegría, así que recomendamos reservar fuerzas desde el principio y no dejarse llevar por la emoción de los primeros kilómetros, por muy bien que nos encontremos.
Superado este primer tramo duro, la Madeleine entra en una fase más llevadera: aparecen kilómetros en torno al 5–7% de pendiente, incluso alguna ligera bajada que nos permite beber con tranquilidad, refrescarnos e, incluso, meter la cabeza en alguna fuente de agua fresca. En esta zona encontramos pequeñas áreas con mesas, rincones ideales para parar a comer algo o simplemente para tirar los residuos en las papeleras habilitadas. A nivel paisajístico, la vegetación todavía es abundante y eso hace que no tengamos una percepción clara de la altitud que ya vamos alcanzando, aunque pronto superamos los 1.000 metros sobre el nivel del mar y lo notamos en la duración del esfuerzo más que en el entorno.
Una de las claves de esta ascensión es la hidratación. El día que lo subimos hacía bastante calor y agradecimos cada fuente que encontramos para rellenar los bidones y mojarnos. No solo se trata de beber, sino también de bajar la temperatura corporal cuando el sol aprieta y la carretera se abre. Llegado un punto, conviene asumir que no siempre podremos completar el puerto “del tirón” y que una parada estratégica en una fuente puede sentar mejor que cualquier gel. En nuestro caso, incluso aprovechamos para tomar una cápsula de electrolitos hacia la mitad de la subida, justo en la transición entre la parte central más amable y lo que ya intuíamos que sería un final selectivo.
En este tramo intermedio también compartimos unos kilómetros con Alberto, un ciclista madrileño de Getafe que afrontaba, por primera vez en su vida, varios días seguidos de montaña. Comentaba que nunca había encadenado tres jornadas consecutivas de bici, que venía con la familia y que para él este viaje era una mezcla de reto deportivo y experiencia vital. Nos contaba que en Madrid está acostumbrado a puertos más cortos, como La Hiruela o La Hiruela–La Hoya, y que encontrar aquí una ascensión tan larga, continua y con tan buen asfalto le estaba obligando a aprender a gestionar la cabeza, las fuerzas y el desarrollo. Charlando con él, volvimos a una idea que siempre repetimos: para subir un puerto así hacen falta tres cosas —cabeza, piernas y desarrollo— y, si falla alguna, las otras pueden compensar… siempre que sepamos mantener la calma y no convertirnos en nuestros peores enemigos.
Conforme ganamos altura, el paisaje se abre y la Madeleine empieza a mostrar su carácter alpino más espectacular. La vegetación se va aclarando, las vistas se amplían y, en un momento dado, el premio visual es mayúsculo: la silueta del Mont Blanc aparece al fondo, con sus nieves eternas, mientras la carretera se retuerce en amplias zetas por la ladera. Es uno de esos instantes que justifican la dureza del puerto: pedalear viendo la montaña más alta de Europa es un regalo para cualquier ciclista. Es también la zona donde mejor se aprecia el magnífico estado del asfalto, que hace que la bici ruede muy fina a pesar del esfuerzo acumulado.
La parte final, sin embargo, no perdona. A falta de unos cinco kilómetros, los mojones de la carretera empiezan a marcar porcentajes medios en torno al 8–10%, encadenando kilómetros duros que, tras más de dos horas de ascensión, se notan en las piernas y en la cabeza. Aunque hay alguna breve zona más suave y alguna curva con sombra que se agradece especialmente, estamos ya en el terreno decisivo del puerto. A cambio, el entorno es sencillamente espectacular: cascadas de agua a nuestra derecha, laderas verdes salpicadas de vacas y un horizonte dominado por cumbres alpinas que invitan a levantar la vista del asfalto y disfrutar del privilegio de estar allí arriba.
En estos últimos kilómetros, la Madeleine se convierte en una lección de gestión del esfuerzo: toca jugar con la cadencia, aprovechar cada herradura para respirar un poco, refugiarse en las sombras puntuales y recordar que, aunque la media general sea moderada, los tramos al 10% aparecen cuando las fuerzas ya escasean. Es un puerto de resistencia, más que de explosividad, donde se agradece haber dosificado en la parte baja y haber mantenido una cadencia constante sin dejarnos llevar por los cambios de ritmo.
La recompensa llega al coronar, cerca de los 2.000 metros de altitud, junto al monumento del Col de la Madeleine y el cartel que tantas veces hemos visto en el Tour de Francia. Allí, rodeados de montañas nevadas al fondo y con las vacas pastando tranquilas a los lados de la carretera, se tiene la sensación de haber conquistado uno de los grandes colosos alpinos. La combinación de dureza, longitud, continuidad, paisajes de alta montaña y referencias míticas del Tour convierte esta vertiente de Notre Dame de Briançon en una ascensión imprescindible para cualquier amante del cicloturismo. Os animamos a subirla, con calma, buena preparación y muchas ganas de disfrutar de todo lo que ofrece, porque es de esos puertos que se quedan grabados para siempre en la memoria.

Ascenso al Tourmalet desde Saint Marie de Campan con empinado paso entre edificios

Incluso Juan Sisto se tiene que bajar de su Fat Bike a veces